Ljóðheimar og sagna
vefsíða Pjeturs Hafsteins Lárussonar
Por Pjetur Hafstein Lárusson
Traducción española: Kristinn R. Ólafsson
El contenido de la carta lo ignoro,
lo mismo que su letra. La vuelvo a colocar en el sobre, como tantas otras veces,
para luego meterme éste en el bolsillo. Hace tiempo que ya no espero poder
leerla jamás. ¿Será por eso que la trato con tanto mimo, incluso con reverencia?
A mi alrededor reina la oscuridad; la
más absoluta oscuridad -densa como un tupido tejido. He perdido toda noción del
tiempo. Mi sentido espacial está dominado por estos inquebrantables muros que me
rodean. Cuando me despierto, me despierto en la oscuridad. La luz sólo me
aparece en sueños. A menudo sueño con los rayos del sol. Iluminan un profundo
remanso en un río, en el que se precipita una cascada alta, mas no muy ancha. Si
la imagen procede de mi pasado, la he olvidado. Casi todo lo he olvidado. Y lo
poco que recuerdo, no logro ponerlo en un contexto lógico. No me acuerdo para
que he venido aquí. Con toda probabilidad simplemente estaba dando un paseo, sin
otro propósito que pasear. Tampoco logro entender dónde me encontraba. Lo que sí
recuerdo es que la casa estaba apartada. Creo que no había pasado por allí
antes. Aunque tampoco es seguro. Pero aquel día encontré el sobre, tirado a
cierta distancia de la fachada de la casa, sin destinatario. La puerta no tenía
timbre, así que llamé con los nudillos. Probablemente llamé algo fuerte porque
la puerta quedó de repente abierta. Garraspeé y grité casa adentro. Pero no hubo
respuesta.
Dentro, junto a la puerta, había una
mesita. Pensé que lo mejor sería poner el sobre allí y luego largarme. Pero no
lo hice; a lo mejor dudé de que un sobre sin destinatario llamase la atención de
nadie. Al no ser que fuera la curiosidad que me empujara. El caso es que entré,
gritando de nuevo, pero sin recibir ninguna contestación.
No, no sé qué me impulsó a entrar en
esta casa como un intruso cualquiera. Era un hogar acogedor, mas sin todo lujo
superfluo. No era espacioso, y saltaba a la vista que allí vivía un matrimonio
mayor. Toda la casa atestiguaba el gusto y sencillez de sus dueños.
Pero ¿cómo podía ser que me daba la
impresión de que la casa me era familiar?, a pesar de no reconocer ninguna cosa
en ella. Era como si el ambiente que reinaba de alguna forma no me era extraño.
Antiguas sensaciones me asaltaban. Antiguas sensaciones...
No soy la clase de hombre que va
husmeando por los hogares de otra gente. Por ello busqué un sitio apropiado
donde dejar la carta, para poder luego abandonar la casa. Por supuesto, se puede
considerar el banco de la cocina un buen sitio: un sobre al lado de un fregadero
difícilmente pasaría inadvertido. Y quizás la mesita al lado de la puerta
principal tampoco resultaba un sitio tan inadecuado, a pesar de todo. Sí, lo
mejor era colocar el sobre allí.
Pero en cuanto pulsé el picaporte,
después de haber dejado el sobre, ocurrió. Apenas consigo relatarlo por lo
increíble que resulta. ¿Acaso todos no quieren que se les crea? Pero, sin
embargo, ocurrió.
No mé habría parecido extraño, ni
mucho menos sobrenatural, que el picaporte quedase atascado. Y eso fue
percisamente lo que pasó. Estaba totalmente bloqueado, y todos mis esfuerzos de
moverlo fueron vanos. Lo que sí me pareció más extraño es que en el mismo
instante que toqué el picaporte toda la casa quedó a oscuras. En principio creí
que era debido a un sistema antirrobo que nunca había oído mencionar. Era muy
posible que así fuera, porque un hombre tan distraído como yo se quedaba sin
enterarse de muchas cosas.
Pronto desistí de intentar abrir la
puerta. En su lugar decidí tratar de deslizarme por la ventana. Tenté con la
mano en la oscuridad, con la esperanza de que fuera fácil abrir las ventanas,
con la esperanza de que no pasara nadie junto a la casa justo en el momento que
saliera. Yo estaría en un aprieto si la policía se enterase del asunto. El mero
pensamiento era difícil de soportar.
Mas en seguida se reveló que no
tendría que preocuparme por eso. Seguí a tientas a lo largo de todas las paredes
de la casa, incluso las paredes interiores, tentando con las manos, con la
seguridad de que en cualquier instante la palma tocaría una luna o incluso una
puerta trasera si la suerte me acompañaba.
Pero no era mi sino. No sólo no había
puerta trasera, sino que todas las ventanas de la casa habían desaparecido. En
cuanto me di cuenta, me asusté muchísimo. Sin embargo, mantenía el autocontrol
porque pensé que seguramente lorgaría romper la puerta y salir, aunque no lo
podía abrir normalmente. Pero el miedo se convirtió en pánico cuando me di
cuenta de que la puerta también había desaparecido. ¡Ya no había salida!
Después de quedarme un rato donde
había estado la puerta principal, paralizado por el miedo, y sin saber qué
hacer, empecé a palpar mi camino por la casa de nuevo. Enseguida llegué hasta la
mesa sobre la que había dejado el sobre, y a pesar de saber que no podía leer su
contenido, lo metí en el bolsillo. Ya no buscaba una salida, a sabiendas de que
no la había. Pronto caí en la cuenta de que, a parte de que no había manera de
salir, todo parecía seguir igual desde que entré en la casa. Esto, por alguna
razón, me tranquilizó
No, no sé cuánto tiempo llevo
encerrado entre las paredes de esta casa. ¿Meses? ¿Años? No tengo idea.
Simplemente me resigno ante los acontecimientos; además no estoy mal, la verdad.
Ciertamente no veo nada, sin embargo aquí hay todas las comodidades: cómodos
sillones, una cama acojedora y otros objetos para que me encuentre bien. Y
curiosamente no tengo necesidad de comer. Me basta con el agua del grifo. No, no
estoy nada mal.
Siempre son diez estas profundas
campanadas del reloj Borgundholm del salón. Nunca le he dado cuerda; no hace
falta, funciona de todas formas. Aunque no puedo saber la hora, y además no me
interesa particularmente; depués de lo ocurrido, me doy cuenta de que no da las
campanadas con intervalos regulares. Unas veces pasa poco tiempo entre que
suena, otras veces mucho. Pero las campanadas siempre son diez. Dado que los
intervalos son irregulares, salta a la vista que el propósito de estas diez
campanadas no es indicarme el paso del tiempo en el que la gente vive porque el
reloj sólo suena para mí. Es el reloj de mi propio tiempo, o mejor dicho de mi
intemporalidad. Ahora llega la hora incógnita, la hora intemporal.
Dibujo imágenes en la oscuridad. Al
principio sólo dibujaba imágenes del mobiliario de la casa, según lo recordaba
después de los pocos minutos que lo había visto. Más adelante palpé, como un
ciego, todo lo que hay aquí, aprendiendo sus formas y tamaños, su suavidad o
dureza. Con ello las imágenes se hicieron más precisas. Al final comencé a
pintar mis pensamientos en la oscuridad. Estos cuadros son siempre claros, en
contraste con la oscuridad en la que están pintadas y que me rodea. Así paso las
horas de vigilia, mientras los sueños esperan a que viaje por sus territorios.
Y entonces suena, el reloj
Borgundholm, da sus diez campanadas, borrando los cuadros que he pintado desde
que sonó por última vez. Al principio me molestaba, mas eso cambió, y ahora me
alegra no tener que acumular demasiados cuadros en esta oscuridad. Porque, a
pesar de que es una gran oscuridad, negra como el carbón e inquebrantable, sé
que sólo existe entre las paredes de esta casa. ¿Qué pasaría si las ventanas
volvieran a aparecer y la luz se precipitara por ellas como brillantes hilos
danzantes? Sí, ¿qué pasaría si la puerta principal se abriera para tanta
luminosidad? ¿Entonces estaría libre para salir?, pretendiendo que la ocuridad
sólo había sido una alucinación o, incluso, un simple malentendido.
Probablemente. Pero ya no albergo esperanzas de que esto vaya a ocurrir. La
oscuridad me ha dado una nueva visión y estoy seguro de que la luz sólo me
cegaría.
Dibujo una vez más una imagen en la
oscuridad, pintando una lejanía amarilla, una lejanía amarilla dual, partida por
una línea roja. Y sé que pronto volverá a dar sus diez campanadas el reloj, con
su profundo sonar.